Taberna
Mientras mis gafas se aclaraban de sus propios problemas, yo y mi alma solitarias fuimos a parar aquel rincón oscuro. Conducidos por una melodía cálida, que surgía de una minúscula ventana, que pertenecía a una humilde arpa.
Caminando, mientras brujas y magos realizaban hechizos, en dirección opuesta a la nuestra.
Mis yemas calurosas, se espantaron al tocar el rígido y helado pomo, y éste respondió con un claro chillido y una retorsión.
Los pies helados saludaron aquel sitio tan acogedor, candiles cálidos alumbraban aquel cobijo, que desde fuera desprendía un sentimiento de pavor.
Pero dentro, todo cambiaba, aquel antro acogía los más puros y vivos recuerdos, que el mundo había tenido como descendientes.
Unas redondas mesas estaban repartidas por aquellas paredes, cada una acogía una serie de personas, las cuales no podía verles sus caras.
La más cercana a la puerta tenía en su acecho a diversas figuras, con presencia degradada. Pude reconocerlos a todos a primera vista, Wilde y Darío discutían sobre el esteticismo; Dickens y dos trovadores componían versos, mientras un juglar esperaba ansioso por cantar dichos versos; Lorca y Alberti cortejaban algunas mujeres alegres; y los hermanos Machado conversaban felices, recordando hazañas y niñezes de su juventud.
En una mesa similar, otros personajes se reunían. Los primeros que se veían eran Platón y Aristóteles, que volvían a revisar los cimientos de la escuela de Atenas; Marx aclaraba sus teorías básicas del pensamiento a Immanuel Kant, y éste le escuchaba con sigilo; y Descartes hacía un esquema en un pergamino viejo sobre las dos sustancias: la inteligencia y la física.
La última mesa con un ruido espantador, de gritos y blasfemias, tenía a unos cuantos curiosos intentando desmantelar las palabras, que otros asistentes de es mesa habían dicho. En el centro de dicha mesa había un gran cuadro, que la ocupaba toda. Exactamente, el cuadro no tenía un movimiento definido, y cada artista decía la suya.
Dalí y Velazquez opinaban que sí tenía toques de impresionismo; Goya defendía la opción de que fuera rococó, Picasso y Da Vinci convencidos de que no lo era, solo hacían que desarmar su hipótesis, con que no estaba muy recargado de colores y…
Mientras oía todas esas voces hablar con tanto entusiasmo, yo, cerré los ojos, y respiré hondo. Una aura de felicidad y de sabiduría me subía desde las rodillas, hasta la cabeza, cuando esta fragancia alcanzó mis pupilas, un gran estruendo me quebró la imagen, y me hallé en un humilde catre, solo y sudoroso.
Mientras mis gafas se aclaraban de sus propios problemas, yo y mi alma solitarias fuimos a parar aquel rincón oscuro. Conducidos por una melodía cálida, que surgía de una minúscula ventana, que pertenecía a una humilde arpa.
Caminando, mientras brujas y magos realizaban hechizos, en dirección opuesta a la nuestra.
Mis yemas calurosas, se espantaron al tocar el rígido y helado pomo, y éste respondió con un claro chillido y una retorsión.
Los pies helados saludaron aquel sitio tan acogedor, candiles cálidos alumbraban aquel cobijo, que desde fuera desprendía un sentimiento de pavor.
Pero dentro, todo cambiaba, aquel antro acogía los más puros y vivos recuerdos, que el mundo había tenido como descendientes.
Unas redondas mesas estaban repartidas por aquellas paredes, cada una acogía una serie de personas, las cuales no podía verles sus caras.
La más cercana a la puerta tenía en su acecho a diversas figuras, con presencia degradada. Pude reconocerlos a todos a primera vista, Wilde y Darío discutían sobre el esteticismo; Dickens y dos trovadores componían versos, mientras un juglar esperaba ansioso por cantar dichos versos; Lorca y Alberti cortejaban algunas mujeres alegres; y los hermanos Machado conversaban felices, recordando hazañas y niñezes de su juventud.
En una mesa similar, otros personajes se reunían. Los primeros que se veían eran Platón y Aristóteles, que volvían a revisar los cimientos de la escuela de Atenas; Marx aclaraba sus teorías básicas del pensamiento a Immanuel Kant, y éste le escuchaba con sigilo; y Descartes hacía un esquema en un pergamino viejo sobre las dos sustancias: la inteligencia y la física.
La última mesa con un ruido espantador, de gritos y blasfemias, tenía a unos cuantos curiosos intentando desmantelar las palabras, que otros asistentes de es mesa habían dicho. En el centro de dicha mesa había un gran cuadro, que la ocupaba toda. Exactamente, el cuadro no tenía un movimiento definido, y cada artista decía la suya.
Dalí y Velazquez opinaban que sí tenía toques de impresionismo; Goya defendía la opción de que fuera rococó, Picasso y Da Vinci convencidos de que no lo era, solo hacían que desarmar su hipótesis, con que no estaba muy recargado de colores y…
Mientras oía todas esas voces hablar con tanto entusiasmo, yo, cerré los ojos, y respiré hondo. Una aura de felicidad y de sabiduría me subía desde las rodillas, hasta la cabeza, cuando esta fragancia alcanzó mis pupilas, un gran estruendo me quebró la imagen, y me hallé en un humilde catre, solo y sudoroso.
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